jueves, 7 de febrero de 2013

El destino.

La tristeza capta mi corazón de manera permanente, me impide adelantarme hasta en los caminos más sencillos y fáciles de tomar. Un día normal, ni más ni menos, con la misma y consistente asquerosa prisa de la gente, que camina como si el mundo se escapara de un plumazo, quien sabe donde. Los coches de esta ciudad dejan un aroma sofocante, se respira sucio. Los edificios se alzan tal que unos grandes ojos, esos ojos permanentes que si pudieran hablar, quien sabe que atrocidades podrían contar. Quizá la playa hoy me reciba mejor.
(...) ¿Volveré a verle algún día?¿volverán nuestras manos, nerviosas, a enredarse en una acojonante y especial pasión?¿nuestros labios, de nuevo, querrán encontrarse y morderse en infinidad picante? ¿Podrán nuestros cuerpos mezclarse en perfecta armonía, y darse, sin hablar, el más perfecto amor?

La playa en invierno es un buen y agradable lugar para pensar sin distracciones. Caminar por aquí, ayuda... Mucho, tal vez más de lo que puedo yo palpar. El mar hoy tiene un color diferente, especial. Pretende acompañarme, me anima, me musita una tierna canción, pero me recuerda que sigo sola, aquí, ante esta gran adversidad, sola sin él.
Razones, esas que no encuentran lugar en este obeso mundo; no hay razones para que tu y yo hayamos encontrado direcciones totalmente opuestas y además alejadas. Quien sabe, simplemente, puede que no estemos destinados a estar juntos. Alomejor nunca deberíamos haber coincidido, y puede que hayamos sido un piedra en el camino, un tropezón, un zarpazo, un rayo que cae donde no debe caer, un árbol mal plantado, una piedra en el lugar equivocado... Puede, sólo puede, que ni tú seas para mi ni yo para ti.

Mis dedos, vagamente esmaltados, deciden mezclarse con la suave y blanca arena. Las olas quieren encontrarse conmigo. Aquí, sin embargo, se respira paz, a limpio. Tengo prisa, me convenzo diciéndome que cuanto más rápido me recorra este jodido paisaje, antes las preguntas encontraran sus respuestas. De repente una punzada rápida y directa me rasga por completo la planta del pie. Un calor inesperado me recorre todo el cuerpo, de arriba a abajo, lentamente. Yo sin pensante sólo puedo gritar: ¡me cago en la puta!
Mi pie sin preguntar se levanta, y un hilo fino y granate de sangre se desliza felizmente, hacia el mar, con sus olas, pasando a mejor vida. Una concha, color pastel y miel de naranjo, ha planeado joderme el día. Pero cuando hago afán de desenterrar lo poco que queda en la mojada arena, me doy cuenta, me percato,que no es una concha, son dos. Dos conchas totalmente diferentes: no comparten color, ni tampoco comparten minúsculas dimensiones. Levanto mi brazo, cojo impulso para lanzarla lejos, muy, muy lejos. Pero es entonces cuando por fin ya no hay preguntas en espiral que entorpezcan mi mente. En mi mano tengo la respuesta a todos esos porqués, a todas esas angustias repletas de dolor. La corriente marina, el oleaje, o puede que la ayuda de algún gran pez, o no tanto, han hecho que estas dos saladas conchas se hayan juntado. Tal vez un día estuvieron, ellas también, en direcciones opuestas y alejadas, tal vez nunca pensaron haberse encontrado, o puede que un día, una mañana o una tarde, se rozaron y caminaron por un tiempo juntas, y luego se separaron y se dijeron adiós tristemente y se preguntaron, tal que yo, el porqué. Pero ahora están juntas y unidas para siempre. Porque...¿qué hay que pueda truncar el destino? Por eso, no importa que tan lejos estemos ahora, algún día por algún factor tú y yo volveremos a estar juntos.
Por un momento he pensado en llevarme estas dos conchas a mi casa, conmigo; pero pensándolo fríamente, decido dejarlas en su sitio, enterradas otra vez. Quizá, con un poco de suerte, pinche a otra persona y le resuelva todas sus preguntas. ¿Quién sabe?

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