Porque tú compones un puñado de historias en mi, de principio a fin. O desde que fui final y escribí un principio. Tú me evocas a regresar; eres un embudo que me atrae a ti, y me hace llegar como nueva, como si nunca hubiera sido Sara, como si nunca hubiera sido lo que soy, ni quien soy, como si fuera un nuevo yo con algo nuevo que contar.
Siempre regreso a ti, porque yo cometo crímenes imperfectos y tu me ayudas a perfeccionarlos. Porque me atraviesas las pupilas y adivinas lo que quiero mirar, me perforas la boca y sabes que quiero decir, me cavas los oídos y percibes que quiero oír. Y tú me lo dices, aunque sea mentira, para que mi teoría de la inexistencia de la felicidad se vaya. Y se va. Por un minuto, pero se va. Y a mi me encanta que me mientas, me encantan esas mentiras porque puedo sentir que tengo el control de creer en cuantas fantasías me de la gana, aunque sean una tontería, y tú te vuelves tonto conmigo, por eso regreso a ti.
Regreso a ti siempre, porque me ayudas a fotografiar el mundo, aquellas pequeñas cosas que la gente no puede ver, ese duende bueno. O el malo que tantas veces me ha lanzado a quererte. Y es que lo malo a veces tiene razón. Me ayudas a sacar una foto a este flujo de desdén que tengo por manos, que tantas historias se guardan, que tanto mundo quieren escribir. Y fotografío el desierto de tu casa a la mía, esa arena escabrosa es el mayor charco, un charco que adoro pisar porque por mucha arena o mucha agua, yo siempre regreso a ti.
Regreso porque en tus brazos siempre hay sitio para mi revoltosa existencia; por que tu boca siempre tiene espacio para acoger a la mía, porque mi piel siempre tiene una cabaña en tus manos. Regreso a ti porque en fin... tú también acabas regresando a mi.