Aún sigo despertando por las noches en las piedras opacas que pueden entorpecer cada paso ligero, fácil pero rápido. Que no voy a arrepentirme de haberte dicho que te quedaras y prepararas algo más que un café, que dispusieras tu vida entera, en lo ancho y en todo lo largo. Aún así tengo miedo. De que los sazonados momentos te parezcan sosos o insuficientes, sin trasparencia para levantar el jardín de tus gestos al sonreír. De que la almohada no te aconseje como de bien lo hacía otras noches. A que el mundo no parezca mundo, ni la vida sea vida, ni que amor pueda ya definirse, ni que las caricias puedan acariciar, de que sea extraño lo típico, y que sea típico todo lo extraño, en su multitud, en toda su esencia. De que aprender a mirarte sea la constelación más chunga de recibir o de mantener con claridad.
Miedo, a no querer otra cosa más que tus manos con mis manos.
Y luego supongo que el amor es así, un poco de mierda mental; un poco de miedo al principio y unos cuantos rasguños infectados al final, incurables eso si.
Pero he gritado fuerte y alto, hasta que aquí en mi garganta no hay escondite para mi voz, que te vayas de mi lado, que sea yo esa alma que la tuya busca, y ¿sabes? Nadie me ha hecho caso, nadie me ha escuchado.
Así que, bienvenido.
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