viernes, 10 de enero de 2014

La chica del andén torcido.



 LA CHICA DEL ANDÉN TORCIDO.
 I

El sol se despertaba estimulante en una mañana de primavera donde no iba a encontrar sitio para lucir su calor. La primavera tardó escasos minutos en tornarse otoño y el frio envejeció  mis ganas de lo que iba a ser el día que cambiaría por completo mi vida.

Primavera, adoro la primavera; es el momento perfecto para enterrar viejas historias y encaminarse en otras nuevas que pueden comenzar a florecer, pero para mí la primavera siempre había sido el momento perfecto para hacer balance sobre todo lo que había podido hacer que algo brillara en mi, o de lo contrario,  se apagara. Para mí el año nuevo empieza en primavera. ¿Nunca habéis pensado en lo incomodo que es celebrar un día tan “importante” como el de comienzo de un nuevo año en una noche fría, escabrosa y lúgubre? Yo sí. Por eso no celebro el año nuevo.  En realidad esto es completamente falso, no tanto en que el ese día sea así de malo y yo no lo soporte, sino en que ese sea el verdadero motivo por el que odio ese día. Puede que algún día os lo cuente. Pero si,  la vida para mi comienza en primavera. Las chicas se vuelven más alegres y sus  mejillas se sonrosan fácilmente, los árboles se tiñen con colores diferentes y las terrazas se llenan de nuevas historias por contar. Pero veréis, aquí en este lugar, no hay muchos días primaverales, prácticamente podría decir que se pasa del calor al frio tan rápido como un parpadeo fugaz. Vivo en un pequeño pueblo desde hace apenas medio año, por factores familiares que no caben al caso mencionar. No recuerdo como se llama el pueblo, lo que si se es que se suele decir de él que es “el mundo aparte”, y os puedo asegurar que realmente es así. Este pueblo está dividido entre un gran lago, y para llegar se ha de pasar por un puente tan corto como  seguro. La carretera muere literalmente ahí (siempre he pensado que si un mal se acercara al pueblo, los que estamos en él tendríamos la muerte asegurada) La gente es amable, aunque tampoco se implican demasiado. La juventud, como en la mayoría de los pueblos, es escasa, y las chicas guapas brillan por su ausencia. Pero dejemos de hablar de mí y vayamos al grano.
Aquel día tuve que volver a subir a casa para abrigarme mejor. Conduje el coche de manera automática. Los árboles parecían cobrar vida a medida que aceleraba, tenía ganas de llegar a la estación y comenzar a fabricar de cero mi futuro, mi estabilidad y mi vida entera.

Me alegró enormemente de encontrar civilización en el siguiente pueblo del mundo aparte. La estación, sin embargo, estaba desierta. Un hombre ojeaba un periódico a mi derecha de lo que sería seguramente la mala noticia del día. Frente a mí, una mujer joven y muy elegante fumaba un cigarrillo con la delicadeza de la seda. Inhalaba y exhalaba lentamente, parecía que quería fumarse con ello la vida. El tren llegó con 7 minutos de retraso, tiempo en el que yo leí por tercera vez las primeras páginas de derecho penal. Subí al tren con la rapidez más extrema; para ser justos he de decir que note como mi mundo iba 120 km/h por encima del resto de seres humanos. El tren era otro lugar lúgubre. Reparé en una chica hermosa que escuchaba, supongo, música desde su móvil; movía su pierna a destiempo de la maquinaria del tren. Cada vez más deprisa. Y más. Hasta que alcé la cabeza y vi como con sus pequeñas manos se secaba lo que sería, sin duda, una larga cadena de lágrimas. Siempre he pensado que las manos de una persona tienen mil historias por contar, mil lagrimas que secaron algún día, muchas sonrisas que por ellas fueron tapadas; son como pequeños libros con grandes historias que solo su portador conoce. Un misterio. El camino se me estaba haciendo completamente largo y rutinario: entre 10 y 15 minutos el tren llegaba a la estación del siguiente pueblo, un par de personas subían y el camino continuaba, la chica guapa movía su pierna como al principio, de menor a mayor rapidez.  Me entretenía eventualmente en un paisaje bello y distante que rompía con su vitalidad junto a una fábrica de quién sabe qué. Pero todo me seguía resultando carente de atención. Cuando estaba a punto de dormirme, el tren frenó bruscamente, tanto que un pequeño grito salió de mi boca sin yo haberle dado permiso. Noté que todos los pasajeros me miraban extrañados, supuse que yo era el único que no lo esperaba.

-       Disculpe ¿Qué está pasando? – Pregunté al hombre con bigote espeso y blanco.
-       Nos acercamos al andén torcido, por eso el tren frena, para que no  se descarrile- Contestó tranquilamente.

Mi corazón se calmó. Por un momento había pensado que algo malo iba a pasar. Me relajé de inmediato y disfrute de la lentitud de las vistas castigadas por la mano del hombre. Pasados 3 minutos el tren comenzó a torcerse bruscamente y entendí por completo el sentido de su lentitud. Me pareció divertido. Pero como una flor grande y perfecta en medio de una guerra gris y fea, vi a una chica desentonando por completo con el imperfecto escenario de afuera. Tenía el brazo alzado y en su mano sujetaba un puñado de papeles. Nuestras miradas se cruzaron y quedaron suspendidas en el tiempo; se perdió quién sabe dónde un momento inolvidable. Ella bajo el brazo y siguió sujetando los papeles. Yo torcí mi cabeza todo lo que mi cuello me lo permitió, pero el tren se torció de nuevo y empezó a acelerar como yo nunca había querido. La chica se perdió en la lejanía.

Y así fue como por primera vez vi a la chica del andén torcido. Así fue como mi mundo cobro un diferente sentido.

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